Diane Arbus y la belleza de lo terriblemente frontal, feo e increíble

Diane Arbus se hizo famosa por fotografiar freaks: seres marginados, inadaptados, excluidos, raros. Pero su tema no era nuevo. Por citar dos ejemplos, en pintura, Diego Velázquez retrató enanos y bufones de la corte de Felipe IV, mientras en el cine, en 1932, se estrenó Freaks, una película de culto del director Tod Browning en la que los protagonistas tienen diversas malformaciones físicas.

El inventario de Diane Arbus agrupa nudistas, travestis, gigantes, gemelos idénticos, enanos, personas con discapacidades mentales, entre otros seres solitarios fuera de la norma. Arbus murió en 1971 a los cuarenta y ocho años. Un año después, su hija, algunos amigos y colaboradores se reunieron para publicar Diane Arbus: An Aperture Monograph, un libro convertido en un clásico. Además de ochenta fotografías, reunió, por primera vez, sus escritos. ¿Qué era lo que buscaba fotografiando a sus freaks? ¿Empatizaba con ellos o no? Los críticos no han podido evadir estas preguntas. Su motivación y percepción eran heterogéneas y a menudo se contradecían. No obstante, nos dejó pistas.

Arbus creció en una familia judía adinerada, un mundo privilegiado que la alienaba: «Una de las cosas que padecí cuando era niña —escribió— fue que nunca sentí adversidad. Estaba confinada en una sensación de irrealidad… Y la sensación de ser inmune, por ridículo que parezca, era dolorosa». Aunque sus años como fotógrafa de moda fueron fundamentales en su formación técnica, solo canalizó su malestar cuando entendió que la cámara le otorgaba licencia para acceder adonde quisiera, en especial, a un mundo inverso al que había conocido, en el cual no existía ningún sentido de irrealidad, porque para muchas de las personas que fotografiaba, la única realidad posible se imponía con su feroz adversidad desde su nacimiento.

Puesto así, su acercamiento a los freaks parece el experimento frívolo de una burguesa con tedio en busca de emociones fuertes. Un tour por una feria en la que ella era una turista de lo grotesco; una visitante a la que le abren la puerta, le cuentan un secreto y luego lo cuenta. Pero para Arbus era algo mucho más que eso, mucho más incluso que expresar «un deseo de violar su propia inocencia, socavar su sensación de privilegio, de aliviar su frustración por sentirse segura», como comenta Susan Sontag.

Cuando miramos pinturas de Velázquez como El bufón don Sebastián de Morra, El niño de Vallecas, El bufón calabacillas o El bufón con libros, de inmediato empatizamos con los personajes retratados. Percibimos la aproximación entre ellos y nosotros y también entre el pintor y ellos. ¿Tenemos la misma experiencia con las fotografías de Diane Arbus? No lo creo.

Se lo haya propuesto o no, Velázquez dignifica a los freaks tratándolos con el mismo respeto que a cualquier otra persona y poniéndolos como protagonistas de un arte que en su época estaba poblado por personajes mitológicos, religiosos o de la realeza. Se lo haya propuesto o no, Diane Arbus logra algo similar: darles un lugar en la fotografía a aquellos con los que la sociedad prefiere mantener una distancia emocional y física. Pero su aproximación es diferente, hasta el punto de que no estoy seguro de que sea empatía:

«Los freaks fueron algo que fotografié mucho. Fue una de las primeras cosas que fotografié y me produjo una emoción increíble. Simplemente los adoraba —confiesa—. Aún adoro a algunos de ellos. No quiero decir exactamente que sean mis mejores amigos, pero me hacían sentir una mezcla de vergüenza y asombro. Hay una cualidad legendaria en los freaks. Como un personaje de un cuento de hadas que te detiene y te exige que respondas un acertijo. La mayoría de las personas pasan la vida temiendo tener una experiencia traumática. Los freaks nacieron con su trauma. Ya han pasado su prueba en la vida. Son aristócratas».

Decir que los freaks le hacían sentir «una mezcla de vergüenza y asombro» es honesto, pero poco empático. Más bien percibimos en sus palabras un deslumbramiento por la realidad parecido al que tienen los niños cuando todavía sus sentidos no se han adormecido por los estímulos cotidianos. Es una fascinación válida, pero también establece una distancia frente al objeto que causa la fascinación: ¿acaso están los freaks exigiéndonos con su presencia que respondamos acertijos sobre nosotros mismos o sobre la vida? O para decirlo con más frialdad: ¿es esta su función?

Lo que Arbus declara son las mismas emociones que muchos sienten frente a los freaks: sabe que parte del significado de su trabajo consiste en que el espectador confronte estas emociones. Sin embargo, ¿qué tienen ellos que decir sobre ellos mismos, sobre el mundo, sobre nosotros? ¿Por qué siempre debe existir una distancia entre ellos y nosotros? Es cierto: ellos llevan el estigma y nosotros no; pero es justo esta distancia la que acorta Velázquez por unos instantes y, por el contrario, es la distancia que Arbus mantiene. Sus fotos nos reiteran que es imposible ponernos por completo en el lugar del otro y los freaks nos muestran de forma más explícita la separación entre nuestra individualidad y la del resto.

Hay una especie de exposición forense en sus imágenes. Una frialdad lúgubre con la que congela lo que observa. Algo terriblemente frontal, feo e increíble, por citar su propia descripción de una de sus fotografías. Sus personajes son objetos de análisis, y la indagación implacable comienza con el acto mismo de fotografiar: «El proceso en sí tiene una especie de exactitud, una especie de escrutinio al que normalmente no estamos sujetos. Quiero decir, no nos sometemos a eso entre nosotros. Somos más amables entre nosotros de lo que la intervención de la cámara nos hará ser. Es un poco frío, un poco duro».

Para Sontag no hay duda: la obra de Arbus «no suscita ningún sentimiento compasivo» que pueda transmitir a la audiencia. A pesar de que sus fotografías tienen más de cincuenta años, y de que en la actualidad hay una mayor visibilización y tolerancia hacia las personas con discapacidades mentales o con conductas y orientaciones sexuales diversas, las imágenes de Arbus siguen inquietando a los espectadores. Tal vez porque la cuestión de la empatía tenía que ver no solo con ellos, sino también con lo que buscaba en sí misma. Los freaks le permitieron explorar la extrañeza de la realidad misma: «Cuando era niña, solía tener la idea de que en el momento en que decías algo, dejaba de ser verdad». ¿Cómo fotografiar para articular una verdad que permanezca? ¿Cuál es esa verdad que debe capturar?

Una posible respuesta consiste en ser una descubridora, la primera en visitar aquellos aspectos de la realidad humana que los demás ignoran y ocultan. Solo así su percepción puede entrar en intimidad con ese descubrimiento inédito hasta que elija el próximo: «Me atrae muy poco fotografiar a personas conocidas o incluso temas conocidos. Me fascinan cuando apenas he oído hablar de ellos, y en el momento en que se vuelven públicos, pierdo todo interés en ellos».

La otra posibilidad es la que propone la ensayista Deborah Nelson en Tough Enough (2017). Primero confirma algo sobre lo que ya había consenso, aunque solo se volvió más claro en 2003, con Revelations, la retrospectiva con la colección más numerosa de fotografías y textos de Arbus: lo que sus fotos mostraban no dependía tanto de que sus retratados fueran freaks, sino de lo que Arbus, con paciencia, quería revelar de cada uno.

Un ejemplo claro es una de sus fotos más famosas: Niño con una granada de mano de juguete en Central Park. Al examinar la hoja de contacto, notamos que el niño no tenía nada de llamativo. Pero ella —con su capacidad habitual para ganarse la confianza de la gente— le toma una foto tras otra hasta captar un gesto y una pose en particular y encontrar lo que busca. Y lo que quiere capturar es lo que llama “the gap” o “the flaw” (la brecha o la falla), que es la distancia entre la presentación que una persona intenta dar de sí misma y la que realmente logra. En palabras de Arbus: «Todo nuestro aspecto es como una señal al mundo para que piense en nosotros de cierta forma, pero hay un punto entre lo que quieres que los demás sepan de ti y lo que no puedes evitar que sepan de ti. Y eso tiene que ver con lo que siempre he llamado la brecha entre la intención y el efecto». Para ella —nos sugiere Nelson—, el intento siempre fracasa y ese fracaso es, en esencia, de lo que estamos hechos.

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La «brecha» no se encuentra solo en seres excepcionales; por el contrario, es ubicua y ordinaria. Para que la «brecha» no pasara desapercibida, Arbus afrontó varios obstáculos: primero, la tendencia de la cámara a embellecer todo lo que captura. Segundo, la certeza que tenía de no tener control sobre el acto de fotografiar: «Una cosa que me llamó la atención muy pronto es que no pones en una fotografía lo que va a salir. O, viceversa, lo que sale no es lo que pusiste». Esto último significa que la «brecha» visible en sus retratados tiene su contraparte en una «brecha» propia del acto fotográfico mismo: aquella que media entre lo que Arbus pretende y lo que realmente logra.

De la interpretación de Nelson que he expuesto hasta aquí, infiero lo siguiente: solo al fracasar Diane Arbus en su intento podía capturar la brecha en los demás. Ese fracaso es, en esencia, humano, como lo es también el propio arte fotográfico, en tanto que ambos son capaces de captar la brecha en las personas. Pero la capacidad de Arbus para fijar esa brecha es inseparable de su constante experimentación técnica y de su particular reflexión sobre la realidad.

Arbus nos mostró que es imposible controlar y planificar lo que queremos ser, pero también que en todos esos fracasos reside lo más humano de nosotros. Justo ahí, cuando un nuevo intento está a punto de irse al diablo y quedamos expuestos, con nuestros deseos a punto de colisionar dentro de nosotros, como si negáramos hasta el último momento que quizá lo más valioso que poseemos no depende de nuestra intervención: «Todos tenemos una identidad. No puedes evitarla. Es lo que queda cuando quitas todo lo demás. Creo que las invenciones más bellas son las que no se te ocurren».

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