El 25 de mayo del 2020 George Floyd yacía de cara contra el piso. Un policía presionaba con la rodilla su cuello. Los minutos pasaban mientras, con voz entrecortada, exclamaba: “¡No puedo respirar!”. Ocho minutos y cuarenta y seis segundos duró su asesinato. George Floyd era afroamericano.

Alguien grabó el hecho con un celular. El video se hizo viral y las protestas se multiplicaron en varias ciudades de Estados Unidos. La explosión social no era nueva. Los disturbios de Chicago en 1919 y de Los Ángeles en 1992, trazan apenas un pequeño arco temporal que el racismo sobrepasa largamente.
En 1899, Sam Hose fue torturado, mutilado y quemado vivo por una muchedumbre. En 1918, Mary Turner, una mujer embarazada de ocho meses, fue colgada boca abajo de los tobillos. Todavía viva, le abrieron con un cuchillo el abdomen, el bebé cayó al piso y un miembro de la turba se acercó y le aplastó la cabeza. En 1955, Emmett Till, de catorce años, fue golpeado hasta morir por varios hombres blancos. En su funeral, su madre, Mamie Elizabeth Till-Mobley, pidió que dejaran el ataúd abierto para que todos pudieran ver el rostro completamente desfigurado de su hijo.
Junto a los grandes logros de cada nación, se erigen sus grandes crímenes. Uno de los principales crímenes de Estados Unidos fue la esclavitud. Cuando fue abolida se produjo la institucionalización del racismo por intermedio de las leyes Jim Crow, que segregaban social, económica y educativamente a los afroamericanos. Y, una vez que estas se abolieron, recién a mediados del siglo XX, el racismo persistió.
De las plantaciones de esclavos a la rodilla sobre el cuello de George Floyd hay una terrible lógica. Igual a la que existe entre el atentado a una iglesia de Alabama en 1963 y la masacre de la iglesia de Charleston en el 2015. Se envían soldados a morir a Irak y Afganistán para combatir el terrorismo internacional; pero la organización terrorista del Ku Klux Klan es tan legal en Estados Unidos como cualquier grupo político democrático.
La misma denuncia revivida una y otra vez. No es que algo haya cambiado; es que lo que falta por transformar ocurre demasiado lento. De los gritos de los desesperados en las bodegas de los barcos negreros cruzando el Atlántico en el siglo XVII, a los que en el siglo XXI siguen sintiendo, como George Floyd, que no pueden respirar porque la sociedad en la que viven presiona con la rodilla su cuello.
La rabia debe canalizarse en reformas, pues la indignación sin cambios políticos e institucionales se torna estéril. Frustra observar los mismos prejuicios desde el origen de la historia. Pero es mucho más desalentador ver apagarse la indignación colectiva a la espera de otra víctima que la vuelva a despertar.
Cualquiera sea la tierra en que la democracia se abra paso, siempre germinan grandes representantes de sus principios. Uno de ellos, por cierto, fue esclavo, y sus palabras deberían recordarse como una advertencia para Estados Unidos y para cualquier nación en la que el racismo sobrevive: “Un horrible reptil acecha en el regazo de vuestra nación; esta venenosa criatura se alimenta del dulce pecho de vuestra joven república; ¡por amor de Dios, arrancad este horrible monstruo y arrojadlo lejos de vosotros, y que el peso de veinte millones lo aplaste y destruya siempre!” (Frederick Douglass, 1852).
